viernes, 12 de diciembre de 2008

Los contrastes del Festival Cervantino

Los contrastes del Festival cervantino.

Por Adán Salgado Andrade


Ciudad de Guanajuato, México. Caminando por las calles de esta ciudad, apoderada de distintas actividades culturales cuando se lleva a cabo el Festival Cervantino, se tiene la idea de que sus habitantes comparten mucha de la buena vida y de los excesos que, pretextando esa celebración, el gobierno del estado despliega. Sólo hay que revisar, por ejemplo, los caros espectáculos que fueron ofrecidos como la oferta artística de este año, la cual se trata de superar con cada edición (en esta ocasión, por ejemplo, abrieron con Juan Manuel Serrat, quien debió haber cobrado caro por venir desde España con su actuación). Sí, no se piensa que exista marginación o pobreza entre los guanajuatenses, forzados testigos, muchos de ellos, de las pretensiones culturalizantes que ofrece el festival oficial. Ello mismo ha llevado a que, por los miles de visitantes tanto nacionales, como extranjeros, que llegan motivados por tal festival, Guanajuato se convierta en una entidad mercantilizadamente turística en la cual, por un lado, tales visitantes sean vistos sólo como una posibilidad de obtener un beneficio económico entre la mayoría de los guanajuatenses. Por otro, está el impacto materialista que los turistas atraen consigo, como los lujosos autos de muchos de ellos, ropa cara, asistencia a los espectáculos, restaurantes, antros costosos, hoteles cinco estrellas… inaccesibles para la mayoría de los habitantes del sitio, lo que, de alguna manera, evidencia todavía más la marginación en que se encuentran éstos, además de que sus propios resentimientos y frustraciones por no tener ese auto, esa ropa, entrar a ese espectáculo del Cervantino (muchos guanajuatenses jamás han asistido a un espectáculo oficial, por lo caros que resultan la mayoría), comer en ese restaurante, bailar en ese antro, beber en ese bar, hospedarse en ese hotel… en fin, el que tantas cosas materiales sean monetariamente prohibidas para una buena porción de los guanajuatenses, profundiza justamente sus carencias (y de paso sus resentimientos), que no son, precisamente, el acceder a espectáculos caros o tener un auto de lujo, sino que se trata de su cotidianeidad, es decir, que no tienen trabajo, no tienen un sitio adecuado para vivir, comen y viven precariamente, hacinadamente (sobre todo los alrededores de la ciudad evidencian el hacinamiento habitacional), los servicios públicos, como agua y drenaje, son deficientes… sí, y que no sería tan notorio si no se les pusiera enfrente de la ostentación y el derroche, sobre todo durante los días que dura el cervantino. Los visitantes, principalmente los jóvenes, sólo ven en Guanajuato un lugar muy bonito para “echar desmadre”, para tomar (en los bares), para drogarse (es posible conseguir droga), para bailar en las calles a ritmo de un disco compacto tocado por un reproductor, para ver las momias, para deambular por los túneles de la ciudad, para estar muy alegres… pero se olvidan del aspecto humano, cotidiano de la mayoría de los guanajuatenses, con todos los problemas de carencias y precariedad que sufren… no, esto, pobreza y marginación, no es el cervantino para el turista.
Un aspecto que explica la marginación de cientos de guanajuatenses es la crónica falta de empleo. De acuerdo con el censo poblacional más reciente proporcionado por las estadísticas oficiales (2005), el municipio cuenta con alrededor de 153,364 habitantes, de los cuales 73935 son hombres y 79,429 son mujeres, es decir, éstas exceden en casi 7% a la población varonil, lo que, de entrada, significa menores oportunidades de empleo para la población femenina, debido a la discriminación cotidiana a la que se le somete en muchos rubros del tejido social (menos empleos para ellas, malpagados, hostigamiento sexual, machismo laboral, familiar, escolar… entre muchos otros). Si además comparamos las cifras anteriores con el número de personas que tiene, digamos, la fortuna de tener un empleo, los contrastes son mucho peores. El censo económico de 2004, también información oficial, señala que las personas laborando son alrededor de 23841, o sea, sólo el 15.5%. esto significa que de cada 100 personas, menos de 16 tienen empleo. Pero un analista oficial objetará que de las cifras anteriores, se debe de considerar sólo a la población económicamente activa (PEA), o sea, la que está en edad de trabajar (se excluyen niños, adolescentes o personas de la tercera edad). Muy bien, tomando en cuenta ese factor, el INEGI ha considerado como aptos para trabajar a personas a partir de los catorce años (efectivamente, abundan en esa ciudad los adolescentes y los jóvenes), lo que de acuerdo con estimaciones recientes, da como resultado que al menos un 50% de los guanajuatenses estarían en situación de tener trabajo. Eso nos daría que unas 76,000 personas por lo menos podrían hacerlo. Si con esa cifra hacemos la comparación con los empleados, resulta que sólo el 31% tendrían trabajo, digamos que, en cifras cerradas, menos de un tercio de los guanajuatenses del municipio trabajan y más del 60% restante debe de contentarse con verlos trabajar. Pero, además, aquéllos perciben sueldos muy bajos la mayoría, de dos salarios mínimos cuando mucho (casi todos los trabajos se centran en el sector de servicios, que comprende alrededor del 80% de los negocios, según el censo económico citado, así que la gente labora como meseras o meseros, dependientes, mostradores, lavacoches, vendedores, despachadores, recamareras, porteros, cargadores, choferes, taxistas, cuidadores… entre otros).
Así, resulta muy grave esto, tomando en cuenta, insisto, los excesos en que el gobierno estatal (y el federal, en consecuencia), incurre para realizar el festival, el que, ha declarado, trata de superar con creces al anterior. Por ejemplo, se habla ya de que el cervantino del 2009, será inaugurado nada menos que por la Orquesta Sinfónica de Montreal, con todos los cuantiosos gastos que ello implicará, tales como la transportación de los instrumentos, su descarga, que muchas veces sólo puede hacerse mediante esfuerzo humano (modernos tatemes, pues), pues a muchos de los foros no puede accederse en vehículos pesados, como tráilers. También costará bastante el alojamiento de los músicos, los arreglos del escenario, el equipo de sonido requerido, la iluminación… y ya no se diga la edición 2010 del festival, que coincidirá con el bicentenario de la “independencia” mexicana, la cual, declaran triunfantes ya las autoridades, deberá de ser una totalmente distinta y deslumbrante en relación hasta lo que hasta ahora se ha visto… sí, ¡se amenaza con echar aún más la casa por la ventana, pues!
Pero siguiendo con el análisis económico, resulta que la mayor parte de las actividades laborales se concentran en el comercio, pues de las 4077 unidades económicas (negocios) reportados en el censo, alrededor de 2285, 56%, se refieren a ventas. En estos imperantes rubros laborales están empleadas 6566 personas, 27.5%, casi un tercio del total. Sí, los guanajuatenses tratan de venderle al turismo de todo: artesanías, ropa, tortas, aguas, garnachas, refrescos, golosinas, dulces, muebles, joyería, souvenirs, leyendas, tips turísticos, tours… sí, todo cuanto sea comerciable. Y esto porque el resto de la actividad económica da muy poco trabajo. De la minería, por ejemplo, sólo hay 17 negocios, apenas el 0.4% y nada más emplea a 1201 personas, 5%. De la construcción, sólo existen 343 negocios, el 8.4%, y únicamente da empleo a 1358 personas, 5.7%. En la construcción, únicamente hay 80 negocios, 1.96%, y da trabajo a 3251 personas, 13.7%, que sería de los sectores que más empleos dan, junto con los servicios de electricidad, gas, agua, hotelería y restaurantería. Éstos últimos, en conjunto, dan 6753 trabajos, 28.3%, que son considerados servicios también, todo lo cual indica la fuerte dependencia que el municipio tiene de turistas y visitantes.
Y quizá por ello es que el gobierno del estado pretende dar tanta importancia al cervantino, en cuanto a la afluencia de turistas (este año se considera que asistieron casi 437,000 personas). Pero eso sólo es durante los días que dura el festival, pues el resto del año los negocios medio funcionan, y menos ahora con la crisis, que ya comienza a golpear a muchos. Es el caso de doña Juana, dueña de un local de comida en el mercado municipal, de los muchos que hay en ese lugar, con quien conversamos. “Pues mire, la verdad es que las ventas están bajísimas, en serio, a pesar de que vienen muchos muchachos por el cervantino, qué le diré, como un noventa por ciento nos han bajado. Antes, a toda hora esto estaba lleno de gente, hasta en las noches… ahora es por ratos, pero con tanta competencia, nos tenemos que estar peleando a los clientes”. Dice que antes, incluso todas las noches de lo que duraba el festival, la gente iba a cenar, hasta las tres o cuatro de la mañana. “A veces ni cerraba, y mejor me seguía hasta el otro día”. Ahora doña Juana sólo se quedó hasta muy tarde el último sábado, pasadas las doce de la noche, y eso porque fue cuando más gente llegó a Guanajuato, con tal de atender a uno que otro cliente nocturno que deambulaba por su puesto en busca de un plato de arroz, un caldo de pollo, unas enchiladas mineras… algo que cenar, como nosotros hacemos en ese momento. Además, a pesar de que es el mercado, en donde se supone que los precios son más económicos, actualmente no lo son tanto, pues, por ejemplo, el plato de enchiladas mineras, regularmente servido, cuesta cuarenta pesos (compárese con el salario mínimo diario, que es de unos 53 pesos, lo que significa que ese platillo asciende a un 75% de dicho salario), lo mismo el caldo. Por el plato de arroz se pagan veinticinco pesos. “Pues es que todo ha subido mucho, y como no se vende tanto, pues lo poco que se venda, lo debemos dar un poquito más caro, pa’ que salga”, justifica doña Juana, efectivamente remitiéndonos mentalmente a la carestía de los alimentos que se está padeciendo desde hace meses, situación que se está dando en todo el mundo.
Y en cuanto a la poca clientela, sí, recuerdo yo mismo que hace años, a esa misma hora que estábamos cenando, las doce y media de la noche, en el lugar se veían a varios comensales comiendo en alguno de los puestos, de varios, que abrían regularmente hasta muy entrada la madrugada.
Para colmo, doña Juana platica que como este año las cerradas autoridades panistas trataron de impedir la realización del Festival Cervantino Callejero – ella y decenas de vecinos apoyaron mediante un documento, con la aportación de sus firmas, que sí se efectuara el festival –, durante varios días, a pesar de la celebración, tuvo pocos clientes, sobre todo porque, a falta de las tradicionales actividades culturales callejeras, casi no acudía gente a la plaza de los Ángeles, lugar en donde aquél se lleva a cabo, muy cercano al mercado de la comida. Digamos, de paso, que el Festival Cervantino Callejero, ha sido un bastión de lucha, a contracorriente oficial, de artistas independientes que han tratado de llevar la cultura a aquéllos guanajuatenses que no tienen dinero, muchos, para entrar a ver los caros, elitistas espectáculos oficiales y que este año, como señalé antes, se trató ilegalmente de reprimir, oponiéndose las autoridades locales – en forma prepotente y policiaca – al libre derecho constitucional a la manifestación cultural pública que tenemos todos los mexicanos, sin excepción, argumento esgrimido por aquellos artistas independientes para llevar a cabo el festival callejero, el cual, tras fuertes y nutridas protestas y negociaciones, con el apoyo de vecinos y comerciantes, por fortuna pudo realizarse (ver mi trabajo por Internet “Festival cervantino: elitismo cultural y represión policiaca”).
Y aprovechando mi estancia y mi participación literaria en el cervantino callejero, fue que logré conocer algunas historias de marginación, como la de Olivia, que a continuación refiero.
Ella es una mujer de unos 50 años, aunque los estragos de su dura existencia la hacen verse mucho mayor. Luce un vestido largo, tipo hindú, naranja, y un suéter beige, muy gastados ambos. Varios collares de cuentas y conchas rodean su cuello, así como pulseras que adornan sus muñecas. A primera vista, su, digamos que exótico atuendo, la hace destacable. De tez morena, su rostro está aún más quemado y arrugado debido al inclemente sol que debe de soportar por tantas horas al día que Olivia se la pasa caminando para vender su mercancía, consistente en joyería barata que ella misma elabora con cuentas de plástico, semillas, pequeñas conchas e hilo de nailon, similares a sus collares y pulseras. Por su forma de hablar, titubeante, y de comportarse cuando conversamos con ella, pareciera que está algo perturbada de sus facultades mentales. “Sí, mire… éstas las doy en diez pesos… y éstas a quince”, nos muestra sus pulseras y collares, que a pesar de ser de materiales baratos, lucen atractivas gracias a la combinación de vistosos colores que logra. “Yo, a veces, me saco treinta… cuarenta pesos… pero a veces no vendo nada, señor… como ‘hora, que no he vendido nada”, dice Olivia, cuyo rostro es resignadamente triste. “¿Y vende más en el Cervantino?”, le pregunto. Se encoge de hombros. “¡Pus siempre está jodida la cosa… ni compran nada, nomás vienen a emborracharse!”, exclama la mujer, protestando. “Y ni un peso pa’ un taco le regalan, señor… yo no sé pa’ qué quieren tanto dinero los que vienen, si ni se lo quieren gastar”, agrega, debido a que cuando no vende nada, trata de pedir alguna moneda por aquí y por allá. Cuenta que hasta hace poco vivía con un hermano que, “de lástima”, la dejaba dormirse en la cocina, pero que la corrió porque Olivia tiene la humanitaria costumbre de ir juntando perros callejeros. Un día llegó con ocho animales. “¡No… pus mi hermano ya no me aguantó y que me corre, con todo y perros… y ya luego que me quitan también a mis animalitos!”, exclama Olivia, su mirar un tanto abstraído y melancólico. La perrera del lugar, aparentemente avisada por vecinos, le quitó a todos sus perros, según refiere, y no se los quisieron devolver, a pesar de que trató de reclamarlos. Dice que pernocta en donde puede, normalmente en la calle, en algún callejón o a veces, cuando alguien le permite quedarse en su casa, en algún rincón, y que todas sus pertenencias, además de su mercancía, son una cobija y un par de vestidos todo lo cual, su ropa, lo acarrea en una bolsa de mandado que le encarga a una tendera del mercado. “¿Y qué le parece todo lo que el gobierno gasta para el festival?”, le pregunto por último. Olivia se queda pensando un momento. “¡Ay, señor… pus mejor ese dinero lo habían de repartir entre los jodidos como yo!”, dice sin mucha convicción, imaginando quizá que eso nunca pasará. Le compré un par de pulseras, lo que agradeció con un “¡Gracias, señor, que tenga buena mano!”, pues esa era su primera venta, a pesar de que ya pasaban de las siete de la noche del siguiente día de mi estancia. Por lo menos Olivia ya tuvo para comer algo, consideré.
Helena es una niña de nueve años. De pelo chino, tez apiñonada, estatura por debajo de la edad que declara tener, luce en ese momento un vestido claro y un suéter oscuro. Ella ofrece a los paseantes contarles la leyenda del callejón del beso, un estrecho espacio que obliga a pasar a las parejas que lo cruzan cuerpo a cuerpo, casi besándose, de allí su nombre. “Le platico la leyenda, señor… a’i me da lo que quiera”, dice Helena, lo cual acepté y de paso me puse a conversar con ella. “Mi mamá vende elotes… es esa señora que está allí” señala la niña a una mujer de unos treinta años, que se encuentra en una esquina de la plaza de los Ángeles con un bote de fierro galvanizado en el que están sus elotes. “Pero a veces no le alcanza y por eso me pongo a ayudarle… como soy la más grande, pus por eso le ayudo”, continúa contando Helena, muy dispuesta a ser entrevistada. Dice que se gana quince, veinte pesos… a veces hasta treinta, pero no siempre, pues tiene mucha competencia de otros niños que, como ella, también proponen al visitante contarle la leyenda del callejón del beso, con tal de ganarse unas monedas y aliviar en algo, igualmente, sus precarias condiciones económicas. “También lo puedo llevar a conocer la ciudad”, ofreció Helena, su mirada ansiosa, esperando que aceptara. Pero me excusé diciéndole que tenía otras cosas que hacer. Le di tres monedas de a diez pesos. Su rostro se ilumina. “¡Gracias, señor!”, exclama, tomando el dinero, luego de lo cual, gustosísima, corre hacia donde está su mamá, gritando cuánto dinero acaba de ganarse. Debe de ser bueno para ella, dada la alegría que acompañó su rápida carrera.
Y aprovechando la mermada economía tanto de muchos paseantes, como de los lugareños, algunos vendedores de alimentos ofrecen originales y relativamente baratas opciones para comer, como las “guacamayas”, vendidas por un hombre cincuentón, quien luce un percudido mandil, que pretende ser blanco, como medida sanitaria para vender su singular mercancía, la que acarrea en un pequeño puesto rodante, hecho de madera y metal. Las tales “guacamayas” son tortas elaboradas con el, de por sí, duro bolillo que se hace localmente (contiene mucha levadura, por eso es tan duro, según me explicó un panadero), y rellenadas nada menos que de chicharrón (así se le llama en México al alimento que se obtiene de cocer el cuero del marrano), aguacate, cebolla y chiles en vinagre. Las da a quince pesos y sinceramente resultan muy llenadoras. “¿Y qué tal se le venden las guacamayas?”, le pregunto, mientras espero la mía. “¡Uy… pus las acabo bien rápido, más ahorita que hay mucha gente!”, contesta mientras diligentemente prepara esta original especie culinaria. Platica que cuando no hay festival le va “más o menos”, pues la gente a veces ni sus tortas tan baratas puede comprar. “No… si esto está jodido, señor… y pa’ mí que se va a poner peor”, agrega. Recibo mi “guacamaya” y resulta con buen sabor, ya cuando le doy la primera mordida, no sin algo de trabajo, por la dureza tanto del bolillo, como del chicharrón. Sí, no cabe duda que aún en medio de la crisis, el ingenio de algunos les hace sortearla, como este “guacamayero” con sus singulares, baratas y regularmente nutritivas tortas. Claro, reflexiono, la gente puede no comprarse ropa, pero no deja de comer… ¡al menos los que aún tienen empleo!
Me dirijo luego al bar “Los pasos de López”, ubicado cerca de la Alhóndiga de Granaditas. Allí conozco a Teresa, quien resulta que ha sabido de mí gracias a mi trabajo periodístico. El lugar se llama así en honor a la novela de Jorge Ibargüengoitia del mismo nombre, cuya versión cinematográfica se filmó en esa ciudad años atrás. Teresa tiene unos 24 años, delgada, bonita y muy atenta. Viste pantalón de mezclilla, blusa roja y un delantal blanco. Trabaja de mesera en el lugar y me platica que su salario básico allí, laborando desde las tres hasta las doce o una de la mañana, es de quinientos pesos semanales, descansando un día. “Aunque a veces el dueño nos hace venir aún en nuestro día de descanso y si protestas, pues te corre. No, si aquí la gente es bien apática, a lo mejor porque les da miedo o no sé, pero no hacen nada. Fíjate, cuando fue lo del fraude en el 2006, algunos nos pusimos de acuerdo y fuimos a protestar al palacio municipal, que ahorita son panistas los que están, pero fuimos muy pocos, en serio, y ahí tenías a los policías, rodeándonos, pero no nos hicieron nada, porque estás en tu derecho de reclamar, ¿no?”, agrega, en tono de protesta. Y debido al salario tan bajo que percibe, son para Teresa tan importantes las propinas, como lo son para las personas que se dedican a servir en los restaurantes. “Mucha gente es bien coda y no te deja nada, otros te dejan que cinco, que diez pesos… y a veces me saco cien, ciento cincuenta pesos o, cuando me va muy bien, hasta doscientos pesos por día”, platica Teresa, mientras muy amablemente me sirve una limonada. Comenta que terminó la preparatoria y que le gustaría entrar a estudiar administración en la Universidad de Guanajuato, pero que le sería muy difícil hacerlo si siguiera trabajando en el bar. “Es que es muy pesado, sobre todo por las desveladas que te pones a diario… me voy acostando a la una de la mañana por lo regular… pero no hay trabajo, por eso me aguanto aquí”, declara resignada. Sí, pienso, en ese ambiente laboral tan escaso, la gente no puede darse el lujo de desperdiciar las mínimas oportunidades de empleo, aunque ello vaya en detrimento de su salud y de su tiempo y que sean sometidos a humillaciones y se les explote demasiado. Mientras me bebo mi limonada, se acerca otra chica, ofreciendo el tomarme una foto. Accedo y, más tarde, cuando me la entrega y pago su valor, cincuenta pesos, platico con ella. Se llama Natalia, tiene unos treinta años, de tez clara, “llenita”, y me cuenta que se dedica a fotografiar a los asistentes al bar y también a lo que, sonriente, denomina “BBC”. “Sí, bodas, bautizos, cumpleaños… me contratan para filmar esos eventos. Paso a la computadora la grabación y se las doy en un dvd”. Me dice que por evento cobra de 1000 a 1500 pesos, dependiendo del tiempo que esté filmando. “Mil pesos cobro si son dos horas y media, tres… y a veces hasta dos mil, ya cuando quieren que los filme desde que se están vistiendo… como los que se casan”, agrega. Animada, me platica algo de su vida. “Pues tengo cuatro hijos… la mayor es una niña, tiene doce años y el más chiquito tiene cinco”. Se embarazó muy joven, como parece ser la regla en muchas de las guanajuatenses, a los 18 años. La niña es de su primera relación. Los otros tres hijos, todos niños, son de su “esposo”. “Sí, pero no nos casamos, sólo vivimos juntos”, aclara y me confía que el hombre tiene 33 años y está en la cárcel desde hace dos años, purgando una sentencia de cinco años, acusado de robo. “Es que es un bueno para nada… y por eso me tienes aquí, tratando de ganarme la vida como puedo, por mis hijos… pero a veces, en serio que ya quiero tirar la toalla. Además, ya hay mucha competencia en lo de las filmaciones y luego tarda en haber trabajo… luego me paso hasta tres semanas sin conseguir algo”, dice Natalia, a quien la carga tan pesada de su existencia, debiendo mantener a sus cuatro hijos, la pone sentimental y se le ruedan unas lágrimas. Acepta comer algo mientras platicamos. “Sí te lo acepto porque, en serio, no he comido nada”, dice, algo apenada. Pasan de las diez de la noche y si aún no ha probado bocado, es evidencia de su precariedad económica. Le platico que estoy tratando de hacer un contraste entre la fastuosidad del festival cervantino y la realidad de la mayoría de la gente y está de acuerdo. “Sí, sí… pinche gobierno, se gasta un dineral y mira cómo nos tiene, todos muertos de hambre y sin trabajo”.
Más tarde, habiendo agradecido a Teresa su hospitalidad y dejado una buena propina, salimos de lugar Natalia y yo, y nos dirigimos nuevamente hacia la plaza de los Ángeles, en donde siguen presentándose los artistas callejeros en el Festival Cervantino Alternativo. Allí me presenta a su amiga Laura. Ella tiene 20 años. De complexión muy delgada, alta, morena, atractiva, la chica accede también a platicarnos algo de su penosa historia. Luce una especie de playera burdamente cortada, a propósito, del costado izquierdo de su cuerpo, desde la axila hasta la cintura. Una serie de “piercings”, ocho, hechos con aretes de plata, le “adornan”, digamos, esa parte de su cuerpo. Incluso en algunas áreas de la piel aún se ven moretones. “¿¡Pero cómo te hiciste eso!?”, exclamo ante esa escalofriante visión. Laura sólo se encoge de hombros, explicando que un “amigo” de ella le pidió hacérselos porque necesitaba realizar fotos “artísticas”. “¡Oye, pero debe de haber sido muy doloroso”. “Sí… pues todavía me duelen, cuando me baño, porque apenas hace una semana que me los hice… pero ni le dije a mi madre, porque, si no… ¡me pone una friega!”, exclama, entre risueña y resignada a portar para siempre en su cuerpo las cicatrices que esas infames perforaciones le vayan a dejar en su piel. Dice que ni dinero le dio el tal “amigo” (no me parece que sea de un “amigo” herir así a su amiga, con tal de sacarle unas cuantas fotos “artísticas”). Pero insisto en saber por qué lo hizo. “Pues por lo de las fotos que te digo… porque es mi amigo y las necesitaba”, responde, sin mayores aspavientos. Luego refiere que sólo estudió hasta el primer semestre de bachillerato, pero se salió. “Es que la verdad no me gusta estudiar”. “Luego de que me salí de la escuela, pus nada más me anduve con mi novio… y que salgo embarazada”, continúa. Eso fue a los 17 años, fruto del cual, Laura tiene un niño de tres años, que a veces le cuida su madre, como en ese momento o ella, “cuando tengo tiempo”. Y cuando no, pues “lo dejo con una amiga o con su padre”. Le pregunto por él. “Ah… pues ése es un pinche huevón, bueno para nada”, se queja Laura, que tiene 21 años de edad y está desempleado. “¿Y cómo te mantienes?”, pregunto. Se queda reflexiva un momento. “Ah… pues luego ha venido gente a filmar cortos, amigos de unos amigos, y me han contratado para actuar”, dice y platica que el más reciente que hizo se filmó en algunos de los túneles que cruzan la ciudad. “Pero es muy pocas veces eso y casi ni gano dinero”, agrega. “¿Y entonces… cómo mantienes a tu hijo…te mantienes tú?”. “Ah… pues es que mi mamá me ayuda”. Y platica que su madre es afanadora en una oficina y que gana “como tres mil quinientos mensuales”. Sí, el sueldo de la madre es el que ganan un buen porcentaje de los asalariados, o sea, hay pocos trabajos, como ya antes referí, y mal pagados. “¿Y no tienes papá?”. En esta pregunta, Laura me mira con cierto reclamo. “Mi papá se ahorcó en la cárcel cuando yo tenía tres años”, sorraja la brutal respuesta. Nos quedamos callados por un momento. “Sí… es que él era ratero y en una de ésas, lo agarraron… yo creo que por eso se mató, porque no le gustó estar en la cárcel”, agrega, un tanto reflexiva y filosófica.
Y por eso se va a ver a los artistas independientes del festival callejero en esos días, para ver si les puede ayudar en algo, como en la venta del material cultural, el boteo, comprarles la comida… cualquier cosa que le permita ganarse algo de dinero o, por lo menos, la comida. “¿Y no has pensado en trabajar?”, pregunto, a lo que Laura responde, sarcástica. “¿¡Trabajar!?... pero si aquí no hay nada qué hacer, en serio, en donde quiera que vas, nada más te dicen que no hay trabajo”, contesta, entre molesta y resignada. Por supuesto que, cuando días más tarde accedí a las cifras de la gente trabajando en el municipio, entiendo perfectamente la molestia de Laura, pues con un abierto desempleo superior al 50%, efectivamente, no hay nada que hacer allí. “¿Y al distrito, no has pensado en irte?”, pregunto. “No… allá no me iría, me da miedo todo tan grande… no”, contesta enfática. “A veces pienso en irme a Querétaro, a ver qué encuentro por allá”, dice, reflexiva. “Pero para irme, necesitaría dinero, para hospedarme en lo que encuentro trabajo… no sé qué hacer, la verdad”, dice, reflejando en su mirar una profunda tristeza, aquélla que nos embarga cuando el futuro es crecientemente incierto, como el de ella y el de muchos guanajuatenses, olvidados por los lujos y la fastuosidad del festival cervantino oficial.

Contacto: studillac@hotmail.com